Cuentan que unos días antes del inicio de la primavera, los árboles, los grandes ancestros testigos de siglos y siglos comenzaron a conversar entre ellos con aquella voz calma, honda y sabia: “¿Qué pasa con estos seres humanos que ya no voltean a vernos? En el pasado nos erguíamos orgullosos ante sus miradas de admiración, volteaban a ver nuestras copas, se acercaban a ser abrazados por nuestra sombra. Al llegar la primavera se asombraban con nuestras nuevas flores y hojas. ¿Recuerdan cuántas miles de historias se tejieron bajo nuestro arropo? ¿Cuántos primeros besos? ¿Cuántos furtivos enamorados jugaban a esconderse entre nosotros? ¿Cuántas ideas y cuánto conocimiento recibían mientras leían un libro?

Hace mucho tiempo que no sentimos una cabeza recargarse en nuestros pies. Ahora pasan con prisa, distraídos y casi siempre voltean hacia abajo para ver sus celulares. Ya casi no nos miran. Entonces las nubes dijeron: es cierto abuelos árboles, nosotras también hemos sentido su ausencia, antes viraban la cabeza al cielo muchas más veces al día y jugábamos más al juego de “adivina”; ahora aunque a veces nos esmeramos en hacer las formas más parecidas a lo que conocen en la Tierra, y a los ángeles y dragones, ya casi no quedan niños e imaginaciones ante los que crear, prefieren enfocarnos a través de sus cámaras para vernos después en una foto. Pensé que yo era el único, comenzó a hablar el viento, yo danzo y bailo, y aunque invisible, intento mover sus cabellos y levantar las hojas ante sus pies, pero nada, sólo pueden mirar a sus celulares. ¡Es verdad! Dijeron las aves, las mariposas, las abejas, los cuerpos de agua, de un tiempo para acá por más que hacemos piruetas y malabares y les llevamos mensajes del espíritu cada vez nos contemplan menos, parece como si no existiéramos más para ellos.

Entonces se escuchó el susurro del espíritu de los abuelos de carne y hueso: pensábamos que éramos los únicos envueltos en esta extrañeza, las mesas de nuestras casas se han vuelto vacías, están llenas pero al mismo tiempo vacías, cuando vienen a vernos todos voltean a sus aparatos como si quisieran encontrar la sabiduría de las experiencias en ellos o fórmulas para resolver la vida; a veces queda la sensación de que los nietos no sabrían decir de qué color son nuestros ojos. Y de pronto se escuchó la voz del alma humana: no están solos ninguno de ustedes, yo también me siento abandonada; estoy pero no me escuchan, hago mi mejor esfuerzo para que me sientan pero intentan hallarme en sus aparatos; las miradas, esas que utilizo para que los seres se encuentren, ya no se buscan, en las cajas de los bancos, en las recepciones de los hospitales, en los lugares de trabajo, en los transportes, en sus propias casas, nada, hay días que el click del engranaje perfecto de las miradas no aparece, no se sienten unos a otros, a veces pasan semanas e incluso meses y solamente se repasan, se ven por encima, se condenan a la indiferencia, se privan del redescubrimiento de unos a otros a cada instante, y luego moran en las terapias preguntando por qué no logran comunicarse con sus seres queridos; se pierden las gloriosas oportunidades de un reencuentro diseñado tan finamente y con tanta precisión por la Inteligencia Suprema, y en cambio buscan encontrarse en un aparato; se hipnotizan por horas en un tablero que ni siquiera es capaz de robarles el aliento, no recuerdan tan sólo como iban vestidos ayer. Y así quieren acercarse, comprenderse y resolver sus problemas. Ciertamente, concluyó el alma humana, yo también me extraño a mí misma.

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