La confianza es uno de los pegamentos más importantes para que una sociedad funcione armónicamente. Etimológicamente la raíz de confianza nos habla de unión, conjunto, grupo y unidad, y como dice el dicho: cuando la confianza se rompe, se termina todo lo demás. La desconfianza es como el advenimiento de una tiniebla fúnebre que eclipsa todo a su paso. Tal vez no nos hemos detenido a reflexionar en aquello que hemos perdido como sociedad cuando la confianza se va erosionando, pero créame, es muchísimo. Evidentemente quienes eligen delinquir, traicionar, robar, y generar tanto dolor al interior del núcleo social –o lo que es igual a gran familia– a cualquier nivel, no tienen ni la más remota idea de lo que se están llevando con eso que vandálicamente están tomando.
Deje usted la pérdida de dinero, bienes materiales, puestos o posiciones, eso es peccata minuta, lo más corrosivo de esas formas de proceder es terminar con aquello que no se ve, pero que importa lo suficiente como para mantener a un cuerpo vivo y sano. Por más justificaciones que le queramos poner, son realmente poquísimos los casos en donde existe una razón de peso para actuar como entes enemigos al interior de su propia casa, de su propio país. Hoy se escucha mucho decir que el mal más grande que aqueja a nuestro México es la corrupción, y sí, es cierto, pero ¿hemos realmente reparado en saber por qué se hizo tan popular? ¿Nos hacemos responsables o seremos víctimas perpetuas? ¿Nuestra integridad no era suficientemente fuerte como para no dejar entrar este virus?
Tal parece que el sistema inmune no respondió, y en su lugar elegimos reproducir esa corrupción, y de qué manera. Si queremos comprobar lo bien que hacemos las cosas, podemos aplaudirnos lo excelentemente bien que repetimos esos viejos patrones de los que tanto nos quejamos, porque aunque tuvieron un principio, nosotros al imitarlos, nos encargamos de que no tengan fin. Poco a poco y sin pausa, nos hemos dado a la tarea de llevar estos actos hasta el mero centro de nuestros clanes: entre familias, entre mejores amigos, en nuestra propia comunidad, con vecinos, colonos, paisanos, y así, robando, traicionando, transgrediendo, de la suma que hicieron nuestros padres y abuelos, llegamos a la resta y tremenda contradicción de habitar el mismo espacio geográfico, y en lugar de ser unos con otros, ser unos contra otros.
Ya no podemos dejar las casas sin seguro, y sin espantosas rejas que parecen cárceles, ni las ventanas abiertas del auto, menos la mochila o la bolsa en la parte trasera. Y qué decir de la imposibilidad de fiar, de la lealtad y del valor de la palabra, de salir a la calle como una extensión amable, segura y divertida de la casa; eso tristemente ya es historia. Poco a poco, con la pérdida de la confianza crecen el miedo y la paranoia que le ganan terreno al amor y al bienestar común; poco a poco y cuando menos lo advertimos convertimos el hogar en una cárcel sin barrotes, en un manicomio sin puertas, en un campo de tortura, en un terreno minado y hostil para las futuras generaciones, y las actuales, sean quienes sean, provengan de donde provengan. Ese es el espantoso lado B que elección tras elección y acto tras acto, por inocente o pequeño o justificado que parezca, todos juntos hemos hecho crecer y que ahora sencillamente está regalándonos sus frutos.